Nuestros primos los Karamazov

Alejandro Cernuda



Casper me dice: Vamos a entrar. Y lo he visto tantas veces, su libro, pero no es lo mismo en un estante de librería. Su libro Fantasmas del Camino y el CD con sus poemas acompañados con guitarra y sintetizador, ventajas del oficio. Son incontables las veces que he entrado en librerías holandesas, como por costumbre de ver los libros y para oír que alguien me dice: ¿Y para qué eres escritor, mira cuántos hay? Lo hago como en Cuba, por costumbre.

El español es un idioma bastante popular acá si uno atiende a la cantidad de veces que lo escucha en Ámsterdam. O como hace unos días, cuando en un bar en Groninga la camarera me propuso cerrar la ventana, o ayer en un restaurante italiano, otra camarera me preguntó si me gustaban las pastas. Me gustan, y aunque no sea regla me pasa algo interesante o tal vez sospechoso, las personas que me encuentro y hablan español son menos holandeses en tamaño y costumbres. 

Busco en las librerías ese pequeño estante dedicado a las lenguas extranjeras, y más pequeño aún la cajuela donde yacen los libros en castellano. Pero no me importa pues hay más. Sin dudas acá el libro es también un objeto decorativo, un producto del marketing extremo. es mercancía y adorno. Sin llegar a la perversión común en algunos, de oler los libros como se huele el pelo de una mujer, reviso su acabado, las ilustraciones, y si el autor es conocido ensayo a leer algo.  

Me he encontrado con muy pocos autores cubanos, algo de Padura, Pedro Juan Gutiérrez, Abilio Estévez. Son comunes los clásicos latinoamericanos. Comunes y caros, atendiendo a mi bolsillo, por suerte he sabido hacer provisiones y comulgar con el inglés, que no llena ni tiene ya esa capacidad de otros idiomas para situarte en una realidad particular, ni sirve para sentirse a gusto a la hora de amar un texto, al menos no a mí. Algunas dependientes de la librería conocen a Casper.

Él me cuenta con orgullo cómo fue la tarde que actuaron en este lugar y dijo sus poemas. Luego comenzamos a desandar, cada uno por su lado, pero sin separarnos mucho porque sabemos que de un momento a otro vamos a encontrar un libro que merece un comentario. Así, él me muestra las últimas novedades, la biografía de Gerard Reve y el escándalo producido por esta, y yo la edición de las obras completas de Susan Sontag. Él me aconseja comprar algún libro infantil para mi estudio del holandés y yo le digo que conozco el método y sí, lo haré. 

Habíamos ido a la ciudad, entre otros encargos, a comprar para él y su esposa alguna ropa de invierno. Desandamos antes algunas tiendas, pero Casper no se decidió por nada. Yo, por otra parte, tengo esa antigua incapacidad patriarcal de no entenderme con las modas ni las compras. Entonces sí, una cervecita y un café, porque el cubano tiene mareos de dar tantas vueltas y no tiene ganas de volver a casa. Fue entonces cuando pasamos frente a la librería. 

Reconozco pocos autores holandeses y también muy pocos autores internacionales de moda. Jamás ha sido lo mío el síntoma de lo que Heidegger llamaba cuando se refería a la moda, la existencia artificial. Por eso, en la librería, me alegro tanto cuando veo los clásicos que todos conocen al menos de nombre y para mí algunos son como viejos amigos. Sus personajes me conocen un poco, como yo a ellos o somos parientes lejanos. 

Había en la librería de Zwolle aquella tarde, como muchas otras y supongo que aún está, una colección bastante completa de los más conocidos escritores rusos. Tolstoi como un bloque, con su Guerra y Paz en dos tomos y su Ana Karenina. Turgueniev, Pushkin, Oblomov, Gogol. los escritores más conocidos antes de que el formalismo ruso o la guerra o la Revolución de Octubre comenzaran a cambiar la cultura en ese país. Allí estaba Dostoievski. todos los libros encuadernados en el mismo verde. Ediciones de lujo, más para coleccionar que para leer.

Casper me explica que aquella colección tan cara tuvo como resultante la ruina del editor, pues se invirtió demasiado, casi en un acto de fe, pero muy pocos compran. Yo me quedé mirando el ejemplar de Los hermanos Karamazov. ¿Conoces?, preguntó Casper, y yo le contesté que era primo de esos hermanos fanáticos, de pensamientos profundos, salvajes o tímidos y en ocasiones crueles, pero buenas personas y fieles a sí mismos.

Creo que hasta ese momento ninguna situación en Holanda me había puesto en la necesidad de comprender el idioma como frente a ese libro. Había sido escrito en ruso, es verdad, y yo lo leí en español, pero no era el argumento ni la forma literaria. ¿Conoces? Es la mejor novela del mundo. Tenía ganas de conversar en ese mismo instante con aquellos tres personajes que tanto me habían fascinado en un tiempo, la vez que tras terminar de leer el libro lo lancé contra la pared con ese tipo de odio que sólo produce la admiración.

Nunca he vuelto a experimentar el mismo sentimiento al leer un libro, pero tal vez mis conocidos no sean solo ellos. Aquella tarde regresamos a casa, Casper y yo, con el hecho irrevocable de no haber cumplido el encargo de la ropa de invierno y con la sutil alegría de llevar en el asiento trasero del auto aquel ejemplar de Los hermanos Karamazov. La ropa es importante, pero se puede constatar que no tiene la propiedad de hacernos sentir culpables, como es el caso de algunos libros, si decidimos devolverlo al anaquel luego de hojearlo un poco.

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