En alguna parte dice Carpentier que para admirar el verdadero paisaje del campo hay que verlo desde la altura de un caballo. Tal vez esa ley estética se cumpla en Holanda si se la observa al pedalear una bicicleta sobre los diques o desde su magnífico sistema fluvial.
Hace unos días (2013) Jeroom me dio la oportunidad de seguir con un grupo de amigos y él una pequeña parte del curso del río Zwartewater. En verano es como una fiebre. Los ríos y canales se pueblan de pequeños barcos. Las familias se van de picnic a cualquier sombra de la ribera. Iglesia de San Stefano y el rio Zartewater.
Vista de la ciudad de Hasselt. Zwolle, Holanda. Junto a las aguas del río Zwartewater y la torre de la iglesia de San Stefano
En los mismos lugares donde en invierno la gente suele patinar, comienzan a aparecer otros deportes acuáticos y algún pescador con más ganas de pasar el rato que de llevar algo a su cocina. La diversidad de aves se triplica, pero el sol no logra salvar del negro el color de las aguas de este río ni la casualidad de saberse un tanto desconocido por correr cerca del Ijssel, quien le presta su nombre al de esta provincia holandesa: Overijssel.
Hasselt es mi segundo pueblo desde aquel día en que me reí a sus puertas como si hubiera llegado a un set de cine o aquella noche al regreso de Rotterdam, una noche de lluvia en que le dije a Casper mientras cantábamos: Hasselt, rincón querido. Le dije a mi socio. Vaya, estoy a miles de kilómetros de Cuba, y entonces nos percatamos de que era verdad. Un pueblo de juguete era para mí en ese momento de 2011.
Yo que siempre llego tarde, he entrado en él dos años consecutivos justo unos días después de la fiesta de la cosecha. Reminiscencia medieval que por suerte para sus calles aún se celebra. A tres años de venir con cierta regularidad la gente ya me conoce. Es el cubano, dicen en el bar del Zon, aunque esos mismos borrachos de cara intelectual aún no sepan que se mueven como marionetas en una mala novela. Este año llegué a tiempo, por fin, a la fiesta de la cosecha, el único fin de semana donde uno escapa del riesgo de cruzar sus calles sin encontrarse un alma.
Hasselt fue mi primer contacto con la arquitectura holandesa o más bien su vida doméstica. Es una pequeña ciudad a la vera del río Zwartewater, donde vine a parar en el 2011, gracias a la literatura y los mismos amigos que me acompañan en este viaje en barco. Toda la región está marcada por antiguas rutas de comercio entre Alemania, las provincias del sur y Ámsterdam. Y Hasselt en particular, por la mala suerte de llevar el nombre de una ciudad más grande y famosa, en Bélgica, tanto es así que en varias ocasiones tuve que explicar con más de dos palabras dónde viví en aquellos casi tres meses.
Hablo un poco más de ella en mi novela Bienvenido a Hasselt, por eso no me voy a extender. También doy detalles sobre el río Zwartewater y la vida en estos pueblos de Holanda.
El Zwartewater (significa agua negra y tiene bien puesto su nombre), corre por unos 19 kilómetros, desde el sur de Zwolle hasta el mar. Es un río amable, la mayoría del tiempo. Nos arrastramos por él sin ningún percance y pasamos Genemuiden, pequeña ciudad de lengua extraña, gente religiosa y fama de producir cuarenta kilómetros de alfombra todos los días. Genemuiden se mantuvo como un asentamiento autónomo hasta que en 2001 fue obligado, con fuerte oposición de sus ciudadanos a conformar lo que hoy se llama el municipio de Zwartewaterland, junto con Hasselt y Zwartsluis.
Ningún edificio en la ciudad, me cuentan, tiene más de 150 años, porque Genemuiden ha sido destruida dos veces por el fuego y a causa de eso, dos de sus calles aún tienen las advertencias de no fumar. Las únicas dos calles en que está prohibido en Europa. Por mucho tiempo esta ciudad vivió de la producción de alfombras naturales, pero la ganancia de tierras contra el mar que antes comenzaba justo a su vera hizo que el agua circundante dejara de ser salada y por tanto no propicia a la variedad de espadaña que se usa para la confección de alfombras. Pero Genemuiden sobrevivió. Comenzaron a exportar materia prima sintética y cambiaron la tecnología.
Luego de Genemuiden pusimos a la vista Zwartsluis, un pueblo que ya conocía a causa de mis paseos en bicicleta. Tanto uno como el otro tienen embarcaderos donde se supone un boulevard. Y justo ahí, para cruzar entre los pueblos, hay un ferri tirado por fuertes cables de acero. Zwartsluis, como su nombre lo indica, es la compuerta del río de marras. Aquí era ya el mar en otros tiempos y ahora comienza un lago amplio de agua dulce que en gran parte de su extensión no supera los diez centímetros de profundidad, así que hay que entender las boyas y navegar con los ojos abiertos.
Es un lago de agua dulce y en esta tierra, robada al mar, está hoy lo que se conoce como la provincia de Flevoland, con una población superior a los 400 000 habitantes.
Nuestro último asentamiento fue Vollenhove a veinte kilómetros de dónde habíamos partido y ya fuera de lo que era antiguamente el Zwartewater. Pero antes pasamos la isla de los pájaros, propiedad de Natuurmonumenten y donde está prohibido entrar sin guía y autorización.
Vollenhove es una pequeña ciudad, antigua y marcada por la misteriosa muerte de dos policías en 1878, la pesca fluvial que se desarrolló luego de la creación de este gran lago de agua dulce y el astillero de donde salen yates de más de un millón de dólares. Fue el único punto donde bajé a tierra, pues hube de tomar el timón todo el tiempo y bueno, uno tiene sus responsabilidades.
Salté al pequeño muelle y recorrí varias calles antes de darme cuenta de que era domingo y por tanto bien difícil encontrar un establecimiento donde comprar tabaco.
El mundo según Van Gogh era un poco más simple y a la vez inescrutable. Lo es aún hoy.
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