No recuerdo a mi abuelo en otro lugar. Estábamos sentados en el pequeño puente que da paso a la iglesia. Los fieles se despiden con esperada cortesía. Mi abuelo le muestra sus piernas destrozadas a una señora más o menos de su edad. Es una escena sin sentido. Yo miro las piernas de la vieja, las comparo con el deprimente espectáculo de las de mi abuelo. No recuerdo nada más
Estoy en Musselkanaal, el pueblo más largo de Holanda. Salgo al aparcamiento frente al edificio, cuando ya el frío me advierte que fumar no es un placer anymore. Junto a la puerta y siempre menos hoy, se sienta un tipo a jugar con su móvil. Es una imagen deprimente saberlo ahí noche y día con la cara pegada a la pequeña pantalla, pero hoy no está. Supongo que ha superado todos los niveles del juego y duerme tranquilo o quizá Dios se tomó el trabajo de romperle el teléfono para su propio desarrollo.
Está sentada en su lugar una chica con la que he conversado un par de veces y ya a ninguno de los dos nos interesa volverlo a hacer. La puerta se me resiste mientras la chica hace como que no me mira y escucha una canción en su idioma. Fumo rápido, pero no es por el frío; Bajo, fumo, subo. Enciendo el ordenador y escribo en esta noche del día de los muertos. El momento exacto para recordar la única imagen que guardo de mi abuelo paterno
Mi cuarto, y en general todo el edificio, es el paraíso de Layca Mobile. La gente habla gracias a la promoción de tres mil llamadas gratis si se hacen entre dos líneas de la misma marca. Hablan en árabe, en farsi, inglés, francés, tigriña, y otros tantos dialectos. El viejo que comparte habitación conmigo se despide de su esposa y parecen dos niños pequeños. Se lo comento, me dice que están casados hace treinta y siete años y siempre ha sido igual. Qué suerte tienes, le digo por decir, yo, que nunca he pasado treinta y siete días sin tirarme de los pelos con una mujer.
El iraní del cuarto medio hace esa inflexión de la voz que tanto odio en él, habla también por teléfono con una chica. Un afgano, un sirio. Sí Layca supiera el servicio que presta a los emigrantes; si supiera que a mí sus tres mil llamadas me sirven un carajo.
Entra el iraquí gordo que fue transferido hoy en la mañana. El viejo me advierte que tenga cuidado con este tipo pues viene de un barrio malo de Bagdad. Sin embargo, entre ellos conversan en un tono amable.
Coloco el ordenador en la poca luz del salón, dos televisores pequeños están encendidos; otra vez Al Jazeera. El viejo me mira y sonríe: Me toca fumar a mí, comenta, termina su llamada y baja las escaleras. Hoy ha caminado por hora y media bajo la insipiente llovizna. Regresó al mediodía y me enseñó como premio su abrigo empapado. Ya no quiere contarme la historia de la cascada que dice hay en Iraq y el agua sube en lugar de bajar.
El iraní de pelo largo pone sus piernas sobre el calentador, monopoliza uno de los televisores y continúa hablando por teléfono con esa temible propiedad que tienen de conversar ambos al mismo tiempo y entenderse.
Hoy se ha marchado Berj, el sirio que sabía cinco idiomas y parecía todo el tiempo preocupado por algo que pasaba o muy adentro o bien lejos de él. Cuando se marchó supe que íbamos a estar un poco más solos pues era el único capaz de comunicarse con todos en aquel apartamento. Ayer, antes de irse dieron la noticia de que en su país habían quemado una iglesia. él es diácono de otra iglesia también quemada.
El iraní termina su llamada saca su cuaderno pone su cara de intelectual, escribe y lee en voz alta. Así hacía Flaubert y quizá lo sepa, pues me dijo que ya había escrito un libro, aunque no sé, duerme demasiado y eso no le acontece con frecuencia a las personas con preocupaciones intelectuales.
El gordo iraquí, rápido para su peso, pone su plato en el horno y unos minutos después se sienta a mi lado. A este no lo he visto comer, pero el precedente de las estadísticas me asusta. Pero es un cliché la manera de comer de mis vecinos. El gordo iraquí ingiere el alimento dentro de los parámetros normales y yo decido seguir escribiendo.
Es el día de los muertos. Alguien me llama para felicitarme por mi artículo pasado, el viejo regresa, cuelga su abrigo en la esquina de la cama y vuelve a llamar por teléfono. Me mira, sonríe, sabe que dio en el clavo luego que no le creí lo de la cascada y hace un rato me llamó su hermano. Me dijo que éramos hermanos y me abrazó. Yo le advierto que no vuelva a dormir con la ventana abierta pues entonces se pasa la noche tosiendo.
Nadie me pregunta qué escribo ni me espían, nadie comprende el español. Si comento los destrozos del huracán en Nueva York, me dicen que Dios se los ha mandado a los americanos. Tal vez por eso, porque se habla tanto de Dios en este lugar es que me acuerdo de mi abuelo, el único en mi familia que entraba a la iglesia con el propósito esperado. El viejo sintoniza una entrevista en el televisor y se queda mirándola. Sé que no entiende un carajo, pero acá no importa mucho ya. Por otra parte, él es el único que habla inglés, el único con quien puedo conversar.
Mañana me iré a casa de un amigo. Es mi cumpleaños y ya no resisto este lugar, siempre a expensas de que una combinación matemática haga mayoría en una cultura específica y los demás comencemos a sentirnos como el culo.
El iraní come como un cerdo, sabrá Dios qué exótico alimento en un plato de plástico. Los demás se han encerrado en sus habitaciones. Todos comen como unos cerdos y se pasean tan desnudos como les deja el clima y se hablan en las mañanas a una distancia que pocos se permiten en el lugar de donde vengo.
Entra el sirio que duerme debajo de mí, me mira. Hace un saludo casi imperceptible y va directo a lo mismo de siempre; qué manía de abrir las ventanas, de correr mi toalla porque no lo deja ver el televisor, donde tampoco entiende un carajo; además, también come como un cerdo.
El gordo ha terminado su plato con bastante decencia, y yo me pregunto: si este es de un barrio malo de Bagdad, de qué barrio en sus respectivos países son los otros, que se sientan a la mesa y entonces tengo que irme. El viejo es bastante decente y lleva 37 años de casado y sonríe y hace chistes por teléfono que provocan la risa de su esposa- mira el televisor como hipnotizado, les sonríe a los personajes de la entrevista. El iraní se pasea por la habitación mientras murmura lo escrito y el jugo de una naranja le corre por la barbilla.
El sirio hace el intento hipócrita de sintonizar una película con muchachas semidesnudas que ha visto al pasar por la habitación vecina. Varias veces se detiene en el canal, unos segundos, como si esperara una segunda opinión, pero nadie dice nada, aquí son demasiado púdicos para estas cosas. Entonces no le queda más remedio que desistir.
El viejo y yo compartimos la misma taquilla. Hoy ha pasado el momento amargo de ayer cuando no le creí que lo de la cascada en su patria, además, tiene más motivos históricos y domésticos para mostrarse esquivo con los demás. Dice que estos jóvenes iraníes hablan todos al mismo tiempo, que ensucian demasiado y nunca sacan la basura.
El viejo no se parece en nada a mi abuelo, no muestra sus piernas destrozadas y cada mañana hace hora y media de ejercicios. Mi abuelo nunca le sonrió a mucha gente y este viejo lo hace siempre. Me mira y sonríe, aun el momento antes de que yo bajara, hace media hora ya, a fumarme el cigarro y pensar lo poco que puedo de mi abuelo. Este viejo de esposa feliz se acercó a mí, media hora hace, y puso en mis manos un pequeño paquete con dulces y bombones que son como un clavo caliente: Felicidades por tu cumpleaños, me dijo y entonces a mí me dio por pensar en mi propio abuelo y en este lugar en el culo del mundo lleno de gentes que no saben comer y con un viejo que siempre sonríe y le dice chistes a su esposa que está a kilómetros de distancia, y me advierte que me cuide del gordo, que por suerte es decente al comer, pero que ahora viene con el té, se sienta a mi lado, toma dos sorbos y ya no puedo seguir.
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